Bueno para no dejar esto sin actualizar por tanto rato y como últimamente no estoy leyendo nada a causa de mis ojos quejumbrosos, voy a dejar algunos textos cortos míos para el que tenga ganas de leer. Acá va el primero, espero les guste.
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Hey,
tú ¿me escuchas ahí?
Espero
no estar importunando, solo quería dirigirte algunas palabras. Me dijeron que
en las conversaciones siempre echo las cosas a perder, así que opté por un monólogo.
No sé
exactamente como empezar, por lo que pienso disculparme de antemano. Sí, ya sé…
la siempre indecisa de tu amiga. Confío en que esta muestra de vacilación, te
confirme que a pesar de los años sigo siendo la misma. Un poco menos torpe y
quizás un poco más “adulta”, pero exactamente la misma. Aburrida, sínica,
irónica y a pesar de toda esa mierda, la chica optimista que conociste en la
escuela primaria. Por supuesto que con su optimismo bien escondido, un
optimismo que podría tacharse de falta de interés si no se lo viera con
detenimiento.
Vaya,
parece hace tanto tiempo. Teníamos, ¿cuántos? ¿nueve, diez años? El tiempo sí
que pasa volando, más cuando te apartas para echarle una mirada analítica.
Todavía
me acuerdo la primera vez que te vi y la primera vez que te mandé al diablo, no
habría que hacer distinciones, puesto que ambas primeras veces fueron las
mismas. Fui un poco osca contigo, lo fui con todos. Eso de estar en una escuela
nueva con treinta y cinco desconocidos que fingían amistad, me chocaba. Ya lo
sabes, soy bastante antisocial y tú para nada. Eras demasiado social y por eso
te detestaba, por eso ponía una barrera entre nosotros siempre que me tocaba
alguna actividad contigo. Eras tan despreciablemente amable, que me cosquillaba
la mano siempre que te veía. Vas a pensar que es estúpido, pero siempre quería
borrarte de una bofetada esa sonrisa de mierda que tenías.
Si en
ese entonces hubiese sabido lo que se escondía tras esa sonrisa, realmente me
habría replanteado eso de golpearte. Vaya, si hubiese sabido todo lo que tenías
para contarme cuando te acercabas a mí, realmente me habría quedado
esperándote. Pero no lo sabía, en ese entonces me parecías un niño de diez años
que disfrutaba siendo quien era.
Nadie
dudaría de eso, la actuación se te daba tan bien y a tan corta edad que aún me
sorprende. Pero quizás, quizás y no se te daba tan bien como en ese tiempo me
figuraba.
Todavía
está muy viva en mi cabeza aquella ocasión que en educación física, los demás
niños te atacaron a golpes fuertes con todas las pelotas del equipo de Handball.
No había entendido la razón, pero te recuerdo sentado en el borde de la acera un
rato más tarde, sosteniendo tu cabeza entre tus manos. A ti como a mí, nadie
nos iba a recoger cuando terminaba el día de escuela. Siempre esperábamos el
bus juntos y yo pasaba de ti, como si fueses una insignificante partícula en mi
espectacular mundo privado. Privado de partículas felices, como lo eras tú por
supuesto.
Pero
aquella vez, bueno me fue imposible no mirarte y sentir una bienvenida dosis de
alegría. Finalmente te sentías miserable y yo me regodeaba en tu miseria,
pensaba que el niño feliz había mordido el polvo del modo más literal
existente.
Cuando
me atrapaste mirándote y tus ojos verdes se fijaron en los míos, vi una parte
de ti que me desarmó. Y me hiciste sentir tan mal con mis anteriores
pensamientos, al punto que quise disculparme solo por haberlos tenido. Solo por
haber disfrutado el show que montaron los otros niños a costas tuyas. Te
sangraba la nariz y tenías el ojo izquierdo levemente hinchado, ellos no habían
tenido consideraciones. Te habían golpeado con todas sus fuerzas y se habían
desquitado por motivos que me eran ajenos, pero que aun así me fastidiaban.
Vivías
a dos cuadras de mi casa y nunca antes habíamos hablado, a excepción de esos
primeros días de clases en los cuales quisiste acercarte a mí. Aquella tarde te
acompañé hasta la puerta de tu hogar, no sin antes asegurarme que estarías
bien. Fuiste escueto en tus respuestas y no me sonreíste, fue la primera vez
que me mostraste al verdadero tú. Y me agradó.
Desde
ese día me encargué de que siempre fuéramos y regresáramos juntos, siempre
riendo, contándonos estupideces y jactándonos de nuestra inteligencia. Te
volviste en un abrir y cerrar de ojos una parte vital de mi mundo, de mi día a
día. Me gustaba llevarte de acá para allá, presumirte a todo el que me
preguntara. Porque eras mi amigo, súper inteligente, súper guapo y súper en
todos los sentidos que alcanzaba esa palabra.
Era
tan molesto cuando alguien te tomaba como objeto de burla, yo me repetía que
era envidia. Porque nadie podía llegar a ser ni la mitad de lo que tú eras.
Cuando oía a alguien murmurar cosas de tu persona, rápidamente me les plantaba
enfrente y los instaba a repetirlo. Supongo que mi aire de chica mala y oscura,
ayudaba a que esos idiotas se tragaran sus palabras. Pronto los dos comenzamos
a tener apodos, apodos que me fastidiaban sobremanera. Tú solo te reías y me
decías que los ignorara. Pero no podía y cada vez que me proponía hacerlos
tragarse sus palabras, solo reforzaba las estupideces que decían de mí. Mi poco
compromiso hacia mí misma, mi propio desinterés hacia los chicos solo le daban
más material para burlarse.
Pero a
ti te daba lo mismo, me querías como era y yo a ti. Era esa clase de amor
incondicional que se encuentra pocas veces en la vida. Y conforme los años iban
pasando, parecía que nuestro vínculo se hacía más y más estrecho.
En
aquellos tiempos no te lo dije, pero jamás habría terminado la escuela
secundaria de no ser por ti. Tenía amigas, claro, porque tú me las presentabas.
Eran amigas tuyas y por defecto, se volvían cercanas a mí. Me divertía
escucharlas especular acerca de nosotros, nadie creía que una amistad tan larga
solo fuese amistad. Pero lo era, a pesar de todas esas personas que juraban y
perjuraban que salíamos juntos, nosotros sabíamos la verdad.
Sabíamos
que yo era la persona que llevabas a tu casa, la que le presentabas a esos
pocos amigos hombres que te fuiste granjeando con el tiempo, era esa que te
proporcionaba una buena excusa.
Como
si estuvieras haciendo caridad, habías logrado ablandar la indomable actitud de
la chica antisocial. Mierda, hasta parecías un caballero en tu brillante
armadura.
Si
ellos supieran…
Pero
no lo dudes, sí fuiste mi caballero. Nunca me había sentido más querida que
contigo a mi lado. Por eso sufría siempre que alguien te notaba diferente, por
eso volvía a enfundarme en mi traje de protectora y gritaba a quien se sea: que
tú eras tan normal como cualquiera.
Te hacía
tanto daño entonces, era tan hipócrita. Tratando de defenderte de algo que no
querías que te defendieran, de algo que no debía ser un símbolo de vergüenza.
Pero ocultándote, te lastimaba más yo que esos idiotas descerebrados. ¿Me
disculpas por eso?
Era una
adolescente, mi sentido de lo bueno y lo malo estaba más apegado a lo que me
decían mis padres, la sociedad o no sé… lo que aprendía de segunda mano. Jamás
me detuve en serio a pensar si lo que tú representabas para mí, era bueno o
malo. Porque si lo hacía, entonces tendría que haberlo detenido todo para
decirte que te comportaras como lo que se esperaba que fueras.
Maldición,
¿qué tan obtuso se puede ser en una sola vida?
Pero
es que te quería tanto, mi deseo era que fueses siempre el chico alegre. Se me
desmigajaba el corazón las veces que te encontraba en alguna esquina oculta de
ojos maliciosos. Llorabas en silencio, te retorcías con las dolencias de cargar
tus oscuros tormentos. Y cuando me veías allí esperándote, te limpiabas las
lágrimas, me sonreías y me decías que todo iba a estar bien.
¿Pero
cómo podía ser eso cierto? Mientras más grandes nos hacíamos, más nos hundíamos
en nuestras propias mentiras. Todo se volvía difícil de ocultar, la gente ya no
podía ignorar tu porte o tus extravagantes maneras de hablar. A pocos se le
pasaba por alto el hecho de que combinaras tus ropas incluso mejor que yo, pero
nos manteníamos firmes.
“Él es
más hombre que cualquiera de todos ustedes juntos”
Era mi
frase predilecta, la había soltado con tanta frecuencia que hasta hubo un
tiempo en que me la creí.
A
veces tenía el efecto de aplacar las críticas y las burlas, a veces solo las
incrementaba.
Teníamos
diecisiete años, me habías confesado que te gustaba un chico del otro curso.
Estabas casi seguro que te correspondería, habían hablado en varias ocasiones y
parecía tener el mismo interés que tú tenías. La decisión estaba tomada,
pensabas desplegar tu estrategia un día jueves después de educación física.
Clase que por descontado, todos los chicos de mismo curso compartían.
Ese
día yo no tenía clase hasta tarde, pero me había ido a lo de mi amiga para
poder esperarte. Ya sabes, la promesa de regresar siempre juntos estaba
vigente. Así que te esperé por largo rato sentada en la puerta del club, poco a
poco los chicos fueron saliendo. Algunos riendo, otro conversando casualmente,
casi ninguno dirigiéndome la mirada.
Pasaron
diez minutos luego de verlo salir a él con sus demás compañeros, no había
señales de ti. Mi paciencia estaba colmada y solo quería ir a los vestidores,
para arrastrarte ya sea que aún estuvieses desnudo. Pero tenía más sensatez que
eso, por lo que seguí esperando.
Media
hora en la que no pasó mucho más de nada, tomé la decisión de entrar en el
club, directo a los vestidores de los chicos. Te encontré. Estabas acurrucado
junto a uno de los casilleros, lágrimas gruesas surcaban caminos en tus
magulladas mejillas. Tus ojos verdes perdidos tras un velo de sangre y dolor, tus
manos temblorosas, tu cabeza con cortes en distintas partes. Me arrodillé a tu
lado, para tomarte entre mis brazos. Estabas frágil, jamás en mi vida había
esperado verte de ese modo. Eras un ovillo de perdición, eras el mismo niño de
diez años que en la parada del bus se ganó mi corazón.
Llevabas
tu camiseta blanca para hacer gimnasia, toda manchada con sangre y en la parte
frontal tenías escritas palabras con las que siempre habían buscado humillarte.
Sentía tanta rabia, quería saltar en mis dos pies y degollar a todos esos hijos
de puta. Pero no me dejaste, me diste tu sonrisa afable a pesar del dolor que
inundaba tus ojos con ese simple gesto, me dijiste que todo estaría bien.
Ambos
sabíamos que no lo iba a estar, ambos sabíamos que esto no lo íbamos a poder
ocultar. Que tus padres preguntarían, que la malicia de los chicos se
extendería. Y que en contados días sería de dominio público tu condición.
“Me
importa un bledo” te dije. Porque estaba decidida a pararme a tu lado sea como
fuese, estaba lista para soportar las bofetadas que llegarían desde todos los
ángulos.
Sí que
pasamos muchas cosas juntos, ¿cierto? Cuando pienso en cada segundo, cada
instante, cada sonrisa secreta que compartíamos. No lo sé, todavía tienes el
efecto de hacerme sonreír como idiota. Eres contagioso, ¿lo sabes? Claro que
sí, te lo dije ciento de veces.
Por
eso aquí estoy, porque creo que debes recordar nuestra promesa. Porque sabes
que esperaré el tiempo que sea necesario, para que vayamos a casa juntos.
Dime
entonces, ¿me escuchas ahí? ¿te encuentras feliz? ¿sigues sonriendo de esa
forma tan cursi? ¿ya encontraste a tu hombre ideal? Es igual al que yo quería,
¿cierto? Siempre dijiste que me robarías a mi novio, sin importar sus
inclinaciones sexuales. Dudo mucho que pudieras, mi hombre ideal tenía que
amarme sino dejaría de ser ideal. Pero, ¿sabes? Estoy dispuesta a cedértelo, si
eso te ayuda a borrar esa nota de amargura en tu rostro.
Vamos,
amigo mío, regálame una sonrisa. Róbame el corazón como hace tantos años,
prométeme que tendrás un futuro esplendido a pesar de mí. No seas cobarde no
necesitas que te siga protegiendo, lo harás muy bien confío en eso.
Ahora
descansa, sigue durmiendo. Cuando despiertes sabrás de lo ocurrido, fue algo
que estuvo más allá de mi control, espero lo comprendas. Sentí la necesidad de decirte
adiós, sentí el anhelo de un último abrazo.
Recuerda
cariño que te estaré esperando, tómate todo el tiempo del mundo que no me iré a
ningún lado. Prometo permanecer muy cerca, para que cuando tu destino te
reclame finalmente, yo sea esa que te guíe de la mano.